«El momento decisivo» ..por Henry Cartier Bresson – Parte I –

 «No hay nada en este mundo que no tenga un momento decisivo» HENRI CARTIER – BRESSON

 Siempre he tenido una pasión por la pintura. Cuando era chico pintaba todos los jueves, día en que no había clases, y los domingos, y pensaba en la pintura los otros días. Tenía como muchos chicos una cámara Brownie – box, pero solo la utilizaba cada tanto para llenar pequeños álbunes con mis recuerdos de vacaciones. No fue sino mucho más tarde que empecé a mirar mejor a través de la cámara, entonces mi pequeño mundo se amplió y fue el fin de las fotos de vacaciones.
Existía también el cine. «Los misterios de Nueva York», con Pearl White, los grandes films de Griffith, «Pimpollos Rotos», los primeros films de Stroheim, «Codicia», los de Einsenstein, «Potemkim», después «Juana de Arco» de Dreyer; me enseñaron a ver. Más tarde conocía fotógrafos que tenían fotografías de Atget, las cuales me impresionaron mucho. Compre entonces un trípode, tela negra, una cámara 9 x 12 de nogal lustroso, equipada con una tapa de objetivo que servía de obturador; esta particularidad me permitía afrontar solamente lo que no se movía. Los otros temas eran demasiado complicado o me parecían demasiado «de aficionados»; creía de esa manera dedicarme al arte. Revelaba y copiaba las fotos yo mismo en una cubeta y todos esos trabajos manuales me divertían. Tenía una vaga sospecha de que ciertos papeles tenían contraste y que otros eran suaves; por otra parte, eso no me preocupaba pero me daba mucha rabia cuando las imágenes no salían.

En 1931, a los veintidós años, partí para África. En Costa de Marfil compré una cámara que estaba llena de moho (de lo que me di cuenta de vuelta, al cabo de un año); todas mis fotos estaban sobreimpresas con helechos arborescentes. Después me enfermé y tuve que cuidarme; una pequeña mensualidad me permitía arreglármelas; trabajaba con alegría y para mi propio placer. Había descubierto la Leica, que se convirtió en una prolongación de mi ojo y que no me abandona ya más.
Caminaba todo el día con el espíritu tenso, buscando tomar en la calle las cosas al natural, in fraganti. Deseaba, sobre todo, tomar en una única imagen lo esencial de una escena que surgía. Hacer reportajes fotográficos, es decir, contar una historia en varias fotos, es una idea que nunca tuve; fue más tarde, mirando el trabajo de mis colegas y las revistas ilustradas, y trabajando a mi vez en ellas, que poco a poco aprendí a hacer un reportaje.
Yo he andado mucho pero no se viajar; me gusta hacerlo lentamente, preservando las transiciones entre los países. Una vez llegado al lugar tengo casi siempre el deseo de establecerme, para poder vivir como se vive allí. Yo no podría ser una especie de globe – trotter.
Con otros cinco fotógrafos independientes, en 1947, fundamos nuestra cooperativa, Magnum Photos, que difunde nuestros reportajes fotográficos a través de revistas francesas y extranjeras. Sigo siendo un aficionado pero ya no soy un diletante

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EL REPORTAJE:

El reportaje plantea los elementos de un problema, fija un acontecimiento o unas impresiones. Un acontecimiento es siempre tan rico que uno gira alrededor mientras se desarrolla, buscando una solución. A veces se la encuentra en pocos segundos y otras veces exige horas y días; no hay solución estándar, no hay recetas, hay que estar preparados como en el tenis; los elementos del tema que hacen saltar la chispa, frecuentemente están separados; uno no tiene el derecho de unirlos por la fuerza; fabricar una puesta en escena sería trampear. De ahí viene la utilidad del reportaje; la página reunirá esos elementos complementarios repartidos en varias fotos.

La realidad nos ofrece una tal abundancia que contar, simplificar pero, ¿se corta siempre lo que se debe?. Es necesario llegar, trabajando, a conseguir una disciplina, a tener conciencia de lo que se hace. A veces, uno tiene sentimiento de haber tomado la mejor foto posible y, sin embargo, sigue fotografiando porque no puede prever con certeza de qué manera el acontecimiento se desarrollará. Es necesario, por el contrario, evitar gatillar inútilmente, evitar fotografiar rápido y maquinalmente, cargándose así de croquis inútiles que recargan la memoria y perturban la nitidez del conjunto.

El fotógrafo no puede ser un espectador pasivo, no puede ser realmente lúcido si no está implicado en el acontecimiento. La memoria es muy importante, la memoria de cada foto tomada al galope, a la misma velocidad que el acontecimiento; durante el trabajo uno debe estar seguro de no haber dejado agujeros, de haber expresado todo, porque después será demasiado tarde; no se podrá hacer desandar el tiempo.
En nuestro trabajo hay dos momentos en los que se produce una selección, en consecuencia, hay dos lamentos posibles. El primero, cuando en el visor se esta confrontando con la realidad; el segundo, una vez que las imágenes han sido reveladas y fijadas, cuando uno está obligado a separarse de las fotos que, aunque justas, serían menos fuertes. Cuando es demasiado tarde, entonces, se sabe por qué uno no ha hecho lo suficiente. A menudo, durante el trabajo, una duda, una ruptura física con el acontecimiento nos da la impresión de que no hemos tenido en cuenta cierto detalle del conjunto; y, sobre todo, lo que es frecuente, que el ojo se descuidó, la mirada se volvió vaga, y eso bastó.

Para todos nosotros, el espacio va ampliándose desde nuestro ojo hacia el infinito, espacio presente que nos atrae con mayor o menor intensidad y que va a encerrarse inmediatamente en nuestro recuerdo, modificándose una vez allí. De todos los medios de expresión la fotografía es el único que fija un instante preciso. Jugamos con cosas que desaparecen, y cuando han desaparecido es imposible hacerlas revivir. Uno no puede retocar el sujeto; cuanto más se puede elegir entre las imágenes recogidas para presentar el reportaje. El escritor tiene el tiempo para reflexionar antes de que la palabra se forme, antes de ponerla en el papel; puede relacionar varios elementos, los unos con los otros. Hay un período en el cual el cerebro olvida, y se produce una especie de decantación. Para nosotros lo que desaparece, desaparece para siempre; de ahí nuestra angustia y la originalidad esencial de nuestro oficio; no podemos rehacer nuestro reportaje una vez que uno ya está en el hotel, de vuelta.
Nuestra tarea consiste en observar la realidad con la ayuda de ese cuaderno de apuntes que es la cámara, fijándola pero sin manipularla ni durante la toma, ni en el laboratorio mediante trucos, porque eso es visto por quien sabe ver.

En un reportaje fotográfico uno llega, como el árbitro, para contar los golpes, como una especie de intruso, fatalmente. Hay que acercarse al sujeto con pie de plomo, incluso si se trata de una naturaleza muerta. Hay que andar con guantes, pero teniendo el ojo alerta. Sin precipitaciones, porque no se golpea el agua antes de pescar. Nada de fotos con flash, por supuesto, aunque más no sea que por respeto a la luz, aún cuando no esta. Porque sino el fotógrafo sería alguien insoportablemente agresivo. Este oficio depende hasta tal punto de las relaciones que se establecen con la gente que una palabra puede estropearlo todo, y entonces los alvéolos se cierran. No hay aquí sistema, salvo el hacerse olvidar y hacer olvidar la cámara, que es siempre demasiado llamativa.
Las relaciones son muy diferentes según los países y los medios. En Oriente un fotógrafo impaciente o simplemente apurado se cubre de ridículo, lo que no tiene remedio. Si alguna vez uno es superado, porque alguien ha notado la cámara, entonces no se puede hacer otra cosa que olvidar la fotografía y dejar amablemente que los niños se arremolinen.
Acabo de hablar extensamente del reportaje. Yo hago reportajes, pero lo que busco desesperadamente es la foto única, que se basta a ella misma por su rigor (sin pretender por eso hacer arte, psicología, psicoanálisis o sociología), por su intensidad, y cuyo tema excede la simple anécdota.

Continuará…

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